Por Jose Celestino Gomez Nin (Papito)
‘’Ese viento que se siente en las orillas inhóspitas de las estrechas carreteras de cruces y de ermitas, donde cayó América Matos, cuando regresaba del mercado. Tenía edad muy pueril cuando observé pararse de la ribera del camino asfaltado un grupo de damitas que murmuraban y tomaban café donde ‘’Concha’’. Eran Ramona, Rumalda, Fortuna (Sosó), Pingua y mi tía Joyita, entre otras. Parecía un vuelo de palomas que se elevan sobresaltadas al sonido de una tragedia. América, mujer trabajadora que vendía verduras y frutas en batea de hojalata, usanza de la época. El transporte era escaso y rutinario. Mi madre se quejaba de que el Cura de ‘’El Peñón’’ ponía cara de satisfacción cuando recibía la ofrenda, pero que a nadie le hacía un favor cuando pasaba en su jeep rumbo a Barahona, ‘’a mil’’, sin mirar hacia los lados para no ver mujeres recién paridas camino al cruce, a buscar ‘’máquina’’, es decir, un vehículo que las encamine a un hospital del pueblo con un hijo grave. Ponía cara de satisfacción el sotanado cuando en la celebración del día de Santa Lucía, los fieles, creyentes en los poderosos milagros que esa virgen ‘’posee’’ en la curación de la vista, ofrendaban abundantemente por agradecimiento y acudían decenas de niños afectados de ‘’ceguera’’, una patología cuasi endémica, hoy denominada conjuntivitis. A la velocidad del jeep, la nube de polvo que se levantaba agravaba la situación y mataba las esperanzas… Tal coyuntura obligó a América a montarse en un camión que, al estacionarse incorrectamente en una curva, fue embestido por un ‘’gasolinero’’ cuyo impacto disparó hacia la cuneta a la infortunada dama. Ese mismo viento sureño también relajó a ‘’Cabito’’, el hijo de la vieja ‘’Lai’’, ella vendía huevos criollos. Se ponía la canasta en la cabeza mientras cargaba horquetado a su cintura al pequeño niño. La guagua de ‘’Gracioso’’ la dejó en el cruce de Palo Alto, donde los vagones vacíos esperaban que la locomotora los retirara a los pesajes bateyeros. Al descender del vehículo, acomodó al infante en uno de los carruajes, provisionalmente, hasta recoger del suelo la mercancía, cotejarla mejor y subirla a su cabeza. Lo hizo, y al volver la cara donde realmente había dejado a su vástago, se pudo dar cuenta lo distante que estaba debido al leve sonido de la bocina del tren que se alejaba. ¡’’Ay mijo Cabito…!’’, ¡’’Ay mijo Cabito…’’!, gritaba y corría desesperada la anciana burlada por la soledad y la llegada de la prima noche, cargada de ruidos y silbidos montunos…’’
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