jueves, 28 de septiembre de 2017

AL POBRE NO LO LLAMAN PARA COSA BUENA

Cuento de Rodriguez Demorizi
Resultado de imagen para pobresCuando gobernaba en Puerto Plata el General Lavera, que era malo con colmo, convocó para un día señalado a todos los pobres del Distrito, a que se reunieran en la plaza del pueblo arriba. Cada quien calculaba sacar la tripa de mal año. "Que nos va a dar ropa", decía uno. "No, que lo que va a dar es dinero, que recibió muchísimo por un vapor que llegó de la Capital",y así cada uno echaba alegremente sus cuentas .
Llegó el día de la reunión y la plaza parecía una Corte de los Milagros. Cojos, mancos, tullidos, ciegos, tuertos, llagosos .... era aquello una florescencia de cementerio, como si cada tumba se hubiese abierto y echado al exterior su tétrico contenido. Momentos después llegó el General Lovera seguido de mil hombres de tropa que cercaron la plaza.. Avanzó el jefe, con su cara de estrafalario furibundo y con ronca voz comenzó a interrogar a los pobres uno a uno.
-Usted, ¿de qué vive?
-Yo, de la caridad pública. Ya ve que me falta un brazo y no puedo trabajar.
-Pues pase a aquel lado- le contestaba él señalándole el flanco izquierdo de la plaza.
Ya sólo faltaba un pobre por ser interrogado, y el General Lovera le hizo la pregunta consabida.
-Yo-- le contestó aquél, que era un hombrecillo flaco y desmedrado, con cara de gato, -yo vivo de lo mío. No me falta nada. Y se sonó los bolsillos del pantalón que produjeron un ruido argentino.
- Pues váyase a su casa, que con usted no es la cosa, -le contestó con su voz atronadora el General Lovera. Entonces, dirigiéndose al Comandante de la fuerza, le gritó:
-Cumpla la orden. Fusíleme a todos estos sinserviles!-
Y se fue.
Se armó una gritería de lamentos entre la multitud de pobres. Todos gemían y lloriqueaban su desgracia, y anatematizaban el nombre de su sacrificador Lovera.
El que se las dio de rico se acercó entonces al grupo de los condenados a muerte, y un compadre suyo llamado Juan José, que se encontraba allí, le increpó diciéndole:
-Hombre, compadre Toño, sólo usted es malo. Si usted sabía esto, ¿cómo no me dijo algo, en vez de dejar que me sacrifiquen así, como un marrano?
-Compadre,- le contestó el falso rico: -Yo no
sabía nada. Lo único que yo sé es que ai probe no lo llaman pa’ na güeno.Por eso me preparé, llenándome los bolsillos de tiestos de platos.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Juan Bosch (República Dominicana, 1909-2001

Dos pesos de agua
(Cuentos escritos antes del exilio, 1975) 
Resultado de imagen para agua torrencialesLa vieja Remigia sujeta el aparejo, alza la pequeña cara y dice:      —Dele ese rial fuerte a las ánimas pa que llueva, Felipa.
      Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el cielo con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra sin una mancha. Es de una limpieza desesperante.
      —Y no se ve nadita de nubes —comenta.
      Baja entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan a la distancia. Allá, al pie de la loma, un bohío. La gente que vive en él, y en los otros, y en los más remotos, estará pensando como ella y como la vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta bien larga de meses! Los hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor de los candelazos chamusca las escasas hojas de los maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo para que ascienda el humo a los cielos, para que llueva... Y nada. Nada.
      —Nos vamos a acabar, Remigia —dice.
      La vieja comenta:
      —Pa lo que nos falta.
      La sequía había empezado matando la primera cosecha; cuando se hubo hecho larga y le sacó todo el jugo a la tierra, les cayó encima a los arroyos; poco a poco los cauces le fueron quedando anchos al agua, las piedras surgieron cubiertas de lama y los pececillos emigraron corriente abajo. Infinidad de caños acabaron por agotarse, otros por tornarse lagunas, otros lodazales.
      Sedientos y desesperados, muchos hombres abandonaron los conucos, aparejaron caballos y se fueron con las familias en busca de lugares menos áridos.
      La vieja Remigia se resistía a salir. Algún día caería el agua; alguna tarde se cargaría el cielo de nubes; alguna noche rompería el canto del aguacero sobre el ardido techo de yaguas. Algún día...
***
      Desde que se quedó con el nieto, después que se llevaron al hijo en una parihuela, la vieja Remigia se hizo huraña y guardadora. Pieza a pieza fue juntando sus centavos en una higera con ceniza. Los centavos eran de cobre. Trabajaba en el conuquito, detrás de la casa, sembrando maíz y frijoles. El maíz lo usaba en engordar los pollos y los cerdos; los frijoles servían para la comida. Cada dos o tres meses reunía los pollos más gordos y se iba a venderlos. Cuando veía un cerdo mantecoso, lo mataba; ella misma detallaba la carne y de las capas extraía la grasa; con ésta y con los chicharrones se iba también al pueblo. Cerraba el bohío, le encarbaba a un vecino que le cuidara lo suyo, montaba el nieto en el potro bayo y lo seguía a pie. En la noche estaba de vuelta.
      Iba tejiendo su vida así, con el nieto colgado en el corazón.
      —Pa ti trabajo, muchacho —le decía—. No quiero que pases calores, ni que te vayas a malograr, como tu taita.
      El niño la miraba. Nunca se le oía hablar, y aunque apenas alzaba una vara del suelo, madrugaba con su machete bajo el brazo y el sol le salía sobre la espalda, limpiando el conuco.
      La vieja Remigia tenía sus esperanzas. Veía crecer el maíz, veía florecer los frijoles; oía el gruñido de sus puercos en la pocilga cercana; contaba las gallinas al anochecer, cuando subían a los palos. Entre días descolgaba la higera y sacaba los cobres. Había muchos, llegó también a haber monedas de plata de todos tamaños.
      Con un temblor de novia en la mano, Remigia acariciaba su dinero y soñaba. Veía al muchacho en tiempo de casarse, bien montado en brioso caballo alazano, o se lo figuraba tras un mostrador, despachando botellas de ron, varas de lienzo, libras de azúcar. Sonreía, tornaba a guardar su dinero, guindaba la higera y se acercaba al nieto, que dormía tranquilo.
      Todo iba bien, bien. Pero sin saberse cuándo ni cómo se presentó aquella sequía. Pasó un mes sin llover, pasaron dos, pasaron tres. Los hombres que cruzaban por delante de su bohío la saludaban diciendo:
      —Tiempo bravo, Remigia.
      Ella aprobaba en silencio. Acaso comentaba:
      —Prendiendo velas a las ánimas pasa esto.
      Pero no llovía. Se consumieron muchas velas y se consumió también el maíz en sus tallos. Se oían crujir los palos; se veían enflaquecer los caños de agua; en la pocilga empezó a endurecerse la tierra. A veces se cargaba el cielo de nubes; allá arriba se apelotonaban manchas grises; bajaban de las lomas vientos húmedos, que alzaban montones de polvo...
      —Esta noche sí llueve, Remigia —aseguraban los hombres que cruzaban.
      —¡Por fin! Va a ser hoy —decía una mujer.
      —Ya está casi cayendo —confiaba un negro.
      La vieja Remigia se acostaba y rezaba: ofrecía más velas a las ánimas y esperaba. A veces le parecía sentir el roncar de la lluvia que descendía de las altas lomas. Se dormía esperanzada; pero el cielo amanecía limpio como ropa de matrimonio.
      Comenzó la desesperación. La gente estaba ya transida y la propia tierra quemaba como si despidiera llamas. Todos los arroyos cercanos habían desaparecido; toda la vegetación de las lomas había sido quemada. No se conseguía comida para los cerdos; los asnos se alejaban en busca de mayas; las reses se perdían en los recodos, lamiendo raíces de árboles; los muchachos iban a distancias de medio día a buscar latas de agua; las gallinas se perdían en los montes, en procura de insectos y semillas.
      —Se acaba esto, Remigia. Se acaba —lamentaban las viejas.
      Un día, con la fresca del amanecer, pasó Rosendo con la mujer, los dos hijos, la vaca, el perro y un mulo flaco cargado de trastos.
      —Yo no aguanto, Remigia; a este lugar le han hecho mal de ojo.
      Remigia entró en el bohío, buscó dos monedas de cobre y volvió.
      —Tenga; préndamele esto de velas a las ánimas en mi nombre —recomendó.
      Rosendo cogió los cobres, los miró, alzó la cabeza y se cansó de ver cielo azul.
      —Cuando quiera, váyase a Tavera. Nosotros vamos a parar un rancho allá, y dende agora es suyo.
      —Yo me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.
      Rosendo volvió el rostro. Su mujer y sus hijos se perdían ya en la distancia. El sol parecía incendiar las lomas remotas.
***
      El muchacho se había puesto tan oscuro como un negro. Un día se le acercó:
      —Mamá, uno de los puerquitos parece muerto.
      Remigia se fue a la pocilga. Anhelantes, resecas las trompas, flacos como alambres, los cerdos gruñían y chillaban. Estaban apelotonados, y cuando Remigia los espantó vio restos de un animal. Comprendió: el muerto había alimentado a los vivos. Entonces decidió ir ella misma en busca de agua para que sus animales resistieran.
      Echaba por delante el potro bayo; salía de madrugada y retornaba a medio día. Incansable, tenaz, silenciosa, Remigia se mantenía sin una queja. Ya sentía menos peso en la higuera; pero había que seguir sacrificando algo para que las ánimas tuvieran piedad. El camino hasta el arroyo más cercano era largo; ella lo hacía a pie, para no cansar la bestia. El potro bayo tenía las ancas cortantes, el pescuezo flaco, y a veces se le oían chocar los huesos.
      El éxodo seguía. Cada día se cerraba un nuevo bohío. Ya la tierra parda se resquebrajaba; ya sólo los espinosos cambronales se sostenían verdes. En cada viaje el agua del arroyo era más escasa. A la semana había tanto lodo como agua; a las dos semanas el cauce era como un viejo camino pedregoso, donde refulgía el sol. La bestia, desesperada, buscaba donde ramonear y batía el rabo para espantar las moscas.
      Remigia no había perdido la fe. Esperaba las señales de lluvia en el alto cielo.
      —¡Ánimas del Purgatorio! —clamaba de rodillas—. ¡Ánimas del Purgatorio! ¡Nos vamos a morir achicharrados si ustedes no nos ayudan!
      Días más tarde el potro bayo amaneció tristón e incapaz de levantarse; esa misma tarde el nieto se tendió en el catre, ardiendo en fiebre. Remigia se echó afuera. Anduvo y anduvo, llamando en los distantes bohíos, levantando los espíritus.
      —Vamos a hacerle un rosario a San Isidro —decía.
      —Vamos a hacerle un rosario a San Isidro —repetía.
      Salieron una madrugada de domingo. Ella llevaba el niño en brazos. La cabeza del muchacho, cargada de calenturas, pendía como un bulto del hombro de su abuela. Quince o veinte mujeres, hombres y niños desharrapados, curtidos por el sol, entonaban cánticos tristes, recorriendo los pelados caminos. Llevaban una imagen de la Altagracia; le encendían velas; se arrodillaban y elevaban ruegos a Dios. Un viejo flaco, barbudo, de ojos ardientes y acerados, con el pecho desnudo, iba delante golpeándose el esternón con la mano descarnada, mirando a lo alto y clamando:

                  ¡San Isidro Labrador!
                  ¡San Isidro Labrador!
                  Trae el agua y quita el sol,
                  ¡San Isidro Labrador!


      Sonaba ronca la voz del viejo. Detrás, las mujeres plañían y alzaban los brazos.
***
      Ya se habían ido todos. Pasó Rosendo, pasó Toribio con una hija medio loca; pasó Felipe; pasaron unos y otros. Ella les dio a todos para las velas. Pasaron los últimos, una gente a quienes no conocía; llevaban un viejo enfermo y no podían con su tristeza; ella les dio para las velas.
      Se podía tender la vista sin tropiezos y ver desde la puerta del bohío el calcinado paisaje con las lomas peladas al final; se podían ver los cauces secos de los arroyos.
      Ya nadie esperaba lluvia. Antes de irse los viejos juraban que Dios había castigado el lugar y los jóvenes que tenía mal de ojo.
      Remigia esperaba. Recogía escasas gotas de agua. Sabía que había que empezar de nuevo, porque ya casi nada quedaba en la higuera, y el conuco estaba pelado como un camino real. Polvo y sol; sol y polvo. La maldición de Dios, por la maldad de los hombres, se había realizado allí; pero la maldición de Dios no podía acabar con la fe de Remigia.
***
      En su rincón del Purgatorio, las ánimas, metidas de cintura abajo entre las llamas voraces, repasaban cuentas. Vivían consumidas por el fuego, purificándose; y, como burla sangrienta, tenían potestad para desatar la lluvia y llevar el agua a la tierra. Una de ellas, barbuda, dijo:
      —¡Caramba! ¡La vieja Remigia, de Paso Hondo, ha quemado ya dos pesos de velas pidiendo agua!
      Las compañeras saltaron vociferando:
      —¡Dos pesos, dos pesos!
      Alguna preguntó:
      —¿Por qué no se le ha atendido, como es costumbre?
      —¡Hay que atenderla! —rugió una de ojos impetuosos.
      —¡Hay que atenderla! —gritaron las otras.
      Se corría la voz, se repetían el mandato:
      —¡Hay que mandar agua a Paso Hondo! ¡Dos pesos de agua!
      —¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
      —¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
      Todas estaban impresionadas, casi fuera de sí, porque nunca llegó una entrega de agua a tal cantidad; ni siquiera a la mitad, ni aun a la tercera parte. Servían una noche de lluvia por dos centavos de velas, y cierta vez enviaron un diluvio entero por veinte centavos.
      —¡Dos pesos de agua a Paso Hondo! —rugían.
      Y todas las ánimas del Purgatorio se escandalizaban pensando en el agua que había que derramar por tanto dinero, mientras ellas ardían metidas en el fuego eterno, esperando que la suprema gracia de Dios las llamara a su lado.
***
      Abajo, en Paso Hondo, se nubló el cielo. Muy de mañana Remigia miró hacia oriente y vio una nube negra y fina, tan negra como una cinta de luto y tan fina como la rabiza de un fuete. Una hora después inmensas lomas de nubes grises se apelotonaron, empujándose, avanzando, ascendiendo. Dos horas más tarde estaba oscuro como si fuera de noche.
      Llena de miedo, con el temor de que se deshiciera tanta ventura, Remigia callaba y miraba. El nieto seguía en el catre, calenturiento. Estaba flaco, igual que un sonajero de huesos. Los ojos parecían salirle de cuevas.
      Arriba estalló un trueno. Remigia corrió a la puerta. Avanzando como caballería rabiosa, un frente de lluvia venía de las lomas sobre el bohío. Ella sonrió de manera inconsciente; se sujetó las mejillas, abrió desmesuradamente los ojos. ¡Ya estaba lloviendo!
      Rauda, pesada, cantando broncas canciones, la lluvia llegó hasta el camino real, resonó en el techo de yaguas, saltó el bohío, empezó a caer en el conuco. Sintiéndose arder, Remigia corrió a la puerta del patio y vio descender, apretados, los hilos gruesos del agua; vio la tierra adormecerse y despedir un vaho espeso. Se tiró afuera, rabiosa.
      —¡Yo sabía, yo lo sabía, yo lo sabía! —gritaba a voz en cuello.
      —¡Lloviendo, lloviendo! —clamaba con los brazos tendidos hacia el cielo—. ¡Yo lo sabía!
      De pronto penetró en la casa, tomó al niño, lo apretó contra su pecho, lo alzó, lo mostró a la lluvia.
      —¡Bebe, muchacho; bebe, hijo mío! ¡Mira agua, mira agua!
      Y sacudía al nieto, lo estrujaba; parecía querer meterle dentro el espíritu fresco y disperso del agua.
***
      Mientras afuera bramaba el temporal, soñaba adentro Remigia.
      —Ahora —se decía—, en cuanto la tierra se ablande, siembro batata, arroz tresmesino, frijoles y maíz. Todavía me quedan unos cuartitos con que comprar semillas. El muchacho se va a sanar. ¡Lástima que la gente se haya ido! Quisiera verle la cara a Toribio, a ver qué pensaría de este aguacero. Tantas rogaciones, y sólo me van a aprovechar a mí. Quizá vengan agora, cuando sepan que ya pasó el mal de ojo.
      El nieto dormía tranquilo. En Paso Hondo, por los secos cauces de los arroyos y los ríos, empezaba a rodar agua sucia; todavía era escasa y se estancaba en las piedras. De las lomas bajaba roja, cargada de barro; de los cielos descendía pesada y rauda. El techo de yaguas se desmigajaba con los golpes múltiples del aguacero. Remigia se adormecía y veía su conuco lleno de plantas verdes, lozanas, batidas por la brisa fresca; veía los rincones llenos de dorado maíz, de arroz, frijoles, de batatas henchidas. El sueño le tornaba pesada la cabeza.
      Y afuera seguía bramando la lluvia incansable.
***
      Pasó una semana; pasaron diez días, quince... Zumbaba el aguacero sin una hora de tregua. Se acabaron el arroz y la manteca; se acabó la sal. Bajo el agua tomó Remigia el camino de Las Cruces para comprar comida. Salió de mañana y retornó a media noche. Los ríos, los caños de agua y hasta las lagunas se adueñaban del mundo, borraban los caminos, se metían lentamente entre los conucos. Una tarde pasó un hombre. Montaba mulo pesado.
      —¡Ey, don! —llamó Remigia.
      El hombre metió la cabeza del animal por la puerta.
      —Bájese pa que se caliente —invitó ella.
      La montura se quedó a la intemperie.
      —El cielo se ta cayendo en agua —explicó él al rato. —Yo como usté dejaba este sitio tan bajito y me diba pa las lomas.
      —¿Yo dirme? No, hijo. Horita pasa este tiempo.
      —Vea —se extendió el visitante—, esto es una niega. Yo las he visto tremendas, con el agua llevándose animales, bohíos, matas y gente. Horita se crecen todos los caños que yo he dejado atrás, contimás que ta lloviéndoles duro en las cabezadas.
      —Jum… Peor que esto fue la seca, don. Todo el mundo le salió huyendo, y yo la aguanté.
      —La seca no mata, pero el agua ahoga, doña. Todo eso —y señaló lo que él había dejado a la puerta— ta anegado. Como tres horas tuve esta mañana sin salir de un agua que me le daba en la barriga al mulo.
      El hombre hablaba con voz pausada, y sus ojos grises, atemorizados, vigilaban el incesante caer de la lluvia.
      Al anochecer se fue. Mucho le rogó Remigia que no cogiera el camino con la oscuridad.
      —Dispué es peor, doña. Van esos ríos y se botan...
      Remigia se fue a atender al nieto, que se quejaba débilmente.
***
      Tuvo razón el hombre. ¡Qué noche, Dios! Se oía un rugir sordo e inquietante; se oían retumbar los truenos; penetraban los reflejos de los relámpagos por las múltiples rendijas.
      El agua sucia entró por los quicios y empezó a esparcirse en el suelo. Bravo era el viento en la distancia, y a ratos parecía arrancar árboles. Remigia abrió la puerta. Un relámpago lejano alumbró el sitio de Paso Hondo. ¡Agua y agua! Agua aquí, allá, más lejos, entre los troncos escasos, en los lugares pelados. Debía descender de las lomas y en el camino real se formaba un río torrentoso.
      —¿Será una niega? —se preguntó Remigia, dudando por vez primera.
      Pero cerró la puerta y entró. Ella tenía fe; una fe inagotable, más que lo que había sido la sequía, más que lo sería la lluvia. Por dentro, su bohío estaba tan mojado como por fuera. El muchacho se encogía en el catre, rehuyendo las goteras.
      A medianoche la despertó un golpe en una esquina de la vivienda. Se fue a levantar, pero sintió agua hasta casi las rodillas. Bramaba afuera el viento. El agua batía contra los setos del bohío.
      ¡Ay de la noche horrible, de la noche anegada! Venía el agua en golpes; venía y todo lo cundía, todo lo ahogaba. Restalló otro relámpago, y el trueno desgajó pedazos de oscuro cielo.
      Remigia sintió miedo.
      —¡Virgen Santísima! —clamó—. ¡Virgen Santísima, ayúdame!
      Pero no era negocio de la Virgen, ni de Dios, sino de las ánimas, que allá arriba gritaban:
      —¡Ya va medio peso de agua! ¡Ya va medio peso!
***
      Cuando sintió el bohío torcerse por los torrentes, Remigia desistió de esperar y levantó al nieto. Se lo pegó al pecho; lo apretó, febril; luchó con el agua que le impedía caminar; empujó, como pudo, la puerta y se echó afuera. A la cintura llevaba el agua; y caminaba, caminaba. No sabía adónde iba. El terrible viento le destrenzaba el cabello, los relámpagos verdeaban en la distancia. El agua crecía, crecía. Levantó más al nieto. Después tropezó y tornó a pararse. Seguía sujetando al niño y gritando:
      —¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!
      Se llevaba el viento su voz y la esparcía sobre la gran llanura líquida.
      —¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!
      Su falda flotaba. Ella rodaba, rodaba. Sintió que algo le sujetaba el cabello, que le amarraban la cabeza. Pensó:
      —En cuanto esto pase siembro batata.
      Veía el maíz metido bajo el agua sucia. Hincaba las uñas en el pecho del nieto.
      —¡Virgen Santísima!
      Seguía ululando el viento, y el trueno rompía los cielos. Se le quedó el cabello enredado en un tronco espinoso. El agua corría hacia abajo, hacia abajo, arrastrando bohíos y troncos. Las ánimas gritaban, enloquecidas:
      —¡Todavía falta; todavía falta! ¡Son dos pesos, dos pesos de agua! ¡Son dos pesos de agua!

Juan Bosch (República Dominicana, 1909-2001)

La Mujer
(Cuentos escritos antes del exilio, 1975) 

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se la ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco, y sigue ahí, sobre el —lomo de la carretera.
Resultado de imagen para silueta de mujer triste       Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita. detrás de las pupilas.
       La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.
       A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.
       También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las canas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.
       La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.
       La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.
       A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: Un becerro, sin duda, estropeado por auto.
       Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.
       Más cerca ya, Quico vió que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.
       El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío. caliente como horno, la persiguió, tirándola de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.

      —¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonzada!
       —Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó —— quería ella explicar.
       —¿Qué no? ¡Ahora verás! Y volvía a golpearla.
       El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. El veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mami moriría si seguía sangrando.
       Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.
       Le dijo después que se marchara tanto tiempo.
       —¡Te mataré si vuelves a esta casa!
       La mujer estaba tirada en el piso de tierra ¡sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.
       Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre.
       Chepe entró por el patio.
       —¡Te dije que no quería verte más aquí, condenada !
       Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.
       Quico le llamó la atención; pero él, medioloco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarla ya. Entonces fué cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.
       El niño pequeñín, pequeñín, comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.
       La lucha era silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.
       La mujer vió cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Este comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.
       Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó.
       Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.
       La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.
       La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.

sábado, 23 de septiembre de 2017

POR QUE SE PRODUCEN LOS TERREMOTOS

Según en qué lugar del planeta vivas estarás más o menos acostumbrado a los terremotos. Mientras que algunos conocen los terremotos por haberlos vivido en alguna ocasión o incluso habitualmente, otros solo saben de los terremotos por las noticias de la televisión. Explicamos por qué se producen los terremotos.
Resultado de imagen para terremoto en mexico1. ¿Cómo se produce un terremoto? La corteza terrestre está formada por placas tectónicas que se mueven constantemente aunque no lo notemos. Sin embargo, hay lugares donde esas placas encuentran algún obstáculo en su movimiento y al chocar es cuando se produce el terremoto, que también se puede llamar sismo o seísmo. Este es el terremoto tectónico, que es el más habitual, aunque también puede haber un terremoto volcánico.
2. ¿Qué es una falla? El lugar clave donde se produce el terremoto es la falla, que es una especie de grieta en la corteza terrestre y en donde terminan chocando las placas tectónicas. Hay fallas activas que tienen más riesgo de producir terremotos y hay otras fallas inactivas donde rara vez se nota algún sismo. La falla más conocida es la de San Andrés en California (EEUU) donde los terremotos son un fenómeno habitual.
3. ¿Cuántos terremotos hay en el mundo? Aunque al año puede haber más de 300.000 terremotos en todo el mundo, solo unos pocos tienen la intensidad suficiente como que los podamos notar. Las consecuencias de los terremotos varían en función de su intensidad llegando a ser uno de los fenómenos naturales más devastadores. La magnitud de un terremoto se mide en la Escala Ritcher, que es lo que mide la energía que se libera con el choque de las placas.
4. ¿Por qué hay más terremotos en unos países que en otros? Un gran porcentaje de terremotos se produce en las zonas bañadas por el Pacífico, desde Japón o Indonesia llegando hasta la costa del continente americano. No solo California tiene mucho riesgo de sismos, sino también lugares como México, Chile o Perú. Hay que recordar que un terremoto no es un fenómeno que se pueda prevenir, pero las zonas que están habituadas a los sismos suelen tener protocolos de actuación para proteger a las personas.
5. ¿Puede haber un terremoto en el mar? Sí. Muchas veces los terremotos se producen en alguna falla bañada por el mar. Su onda de expansión genera olas gigantescas que se llaman tsunamis. Cuando un tsunami llega hasta alguna costa, sus consecuencias pueden ser devastadoras.
Fuente: guiainfantil.com