viernes, 20 de septiembre de 2013

Importante para las presentes generaciones

“Sí, yo soy marxista”
MATÍAS BOSCH
boschlibertario@gmail.com
(A los que han sobrevivido sin venderse, y a Andrés Blanco, joven estudiante dominicano desaparecido en Chile entre el 11 y 12 de septiembre de 1973.)
Era apenas el día siguiente al golpe de Estado fascista en Chile y ya se estaban ejecutando los allanamientos. Entre los primeros turnos le tocó a las poblaciones populares, donde centenares de jóvenes “upelientos” fueron cargados en camiones para no aparecer nunca más. También le tocó a otros sitios, donde residía el sector profesional-clase media que prestaba servicios a la causa de la Vía Chilena al Socialismo. Los primeros noventa días de tiranía fascista-capitalista-entreguista fueron el súmmum del genocidio: “limpieza” pura y dura. Fue como los doce años de invasión y balaguerato, pero condensados y sin pausas.
Fue el caso del residencial Torres San Borja, ubicado en Diagonal Paraguay con calle Lira, en el centro de Santiago de Chile. Allí, en el último piso, vivían mis padres Patricio (27 años) y mi madre Rosario (37 años). Él, profesor de Historia para trabajadores, Ella coordinadora del área de Mujeres Pobladoras del programa de formación de adultos del Ministerio de Educación. Mi padre cubano, mi madre militante socialista.
Llegaron los “milicos” (los golpistas traidores, porque hubo otros muchos que no mancharon su uniforme, siendo eliminados), usando a aquellos muchachos soldados y conscriptos del servicio militar a los que drogaron para hacer atrocidades, e hicieron a todos bajar de sus casas al lobby. Abajo, un uruguayo que se había dedicado a ser el más radical de las juntas de vecinos, les indicaba uno a uno “quién es quién”.
Mi padre fue uno de los primeros mandados afuera, a la acera, acostado boca abajo con fusiles apuntándoles. Mientras, algunos vecinos salían a los pasillos y balcones, gritando: “¡Mátenlos a todos!” “¡Comunistas de mierda!”... Hubo quien salió con una botella de champagne, a brindar anticipadamente por la masacre de sus enemigos de clase y conciencia.
Al otro día, 13 de septiembre, un milagro permitió a mis padres salir con lo puesto y un pequeño bultito, rumbo a la casa de los abuelos. Después vino la salida forzosa de ellos y mi tía Carmen Carcuro Leone, culminando en Cuba: mi madre desterrada con la tristemente famosa “L” en su pasaporte, sin poder entrar a su Patria hasta 1989, sin trabajo pero digna y echando pa’lante a sus hijos; mi padre, igualmente, profesor de Historia para obreros; mi tía, maestra, viendo siempre cómo retornar, hasta que lo logró.
Los tres podrían haberse quedado en México, atendidos por la mismísima Primera Dama, con casa, trabajo, todo, o venir a República Dominicana, como familia del expresidente Juan Bosch. Pero no: eligieron la vida en que creían y sentían el deber de vivir, con goce, alegría y entrega total.
Desde hace años venimos escuchando un discurso neoliberal-progresista-buenaonda que “condena” el golpismo fascista y las tiranías porque practicaron la “intolerancia” y la “violencia”, prohibiendo a la gente “pensar libremente” y “practicando el autoritarismo”. Contra ese sofisma, mantengamos siempre claro que los soldados traidores, asesinos, sólo fueron la cara visible de lo que son los golpes de Estado en el capitalismo dependiente: la vía violenta y radical de impedir que se constituya el PODER del PUEBLO y la democracia verdadera; garantizar las viejas relaciones de propiedad y de dominación y llevarlas al extremo, como pasó en Chile, primer país neoliberal del mundo. La “intolerancia” y el “autoritarismo”, la violación de los “derechos humanos” (reducidos a especie de cláusulas de un contrato social inexistente, falaz en una sociedad que vive de la competencia a muerte entre unos y otros, como bestias) son condiciones, mas no la causa ni el propósito de las dictaduras fascistas.
La mejor definición de lo antes dicho la dio el propio Allende en su último discurso: “Quiero que aprovechen la lección: el capital foráneo, el imperialismo, unidos a la reacción, creó el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición, la que les enseñara el general Schneider y reafirmara el comandante Araya, víctimas del mismo sector social que hoy estará en sus casas esperando con mano ajena reconquistar el poder para seguir defendiendo sus granjerías y sus privilegios”.
Hoy mi padre es aún bibliotecario en Cuba, con su sueldo de empleado público, esperando jubilarse. Vive como puede. Mi madre es jubilada después de haber retornado a Chile en 1992 y trabajar en el Servicio Nacional de la Mujer, específicamente en el programa de prevención de la violencia de género. Mi tía Carmen falleció en 2011: pudo retornar a Chile en 1983, reintegrándose a la lucha en el país (aunque nunca dejó de estar “adentro”), siendo secuestrada y torturada, y resistió sin hablar ni delatar. Ni mi madre ni mi tía volvieron al Partido Socialista después de su “renovación”, que significó, como en otros tantos partidos de América Latina, la traición al Pueblo, a la lucha de nuestros próceres, para convertirse en máquinas electorales, clanes de poder y repartición de cargos.
Tengo grabado en la memoria aquel relato de mi padre Patricio, con sólo 27 años, en ese 12 de septiembre de 1973: tumbado en la acera, lo levantaron y registraron. Encontraron en sus bolsillos un almanaque (calendario) con el rostro de Fidel Castro. Rompieron en pedacitos el almanaque y, apuntándole con una ametralladora, el militar le preguntó: “Entonces, ¿usted es marxista?”. Mi padre no demoró un segundo en contestar íntegro, sin aires de guerrero, pero tranquilo, seguro, valeroso: “Sí, yo soy marxista”.
Gracias a quienes sobrevivieron sin venderse, en Chile y en República Dominicana. A quienes no se han transado en el mercado de conciencias, pese a tanto dinero listo para comprárselas, pese al cuento tantas veces repetido de que “cambiaron los tiempos” y que ahora vale el “pragmatismo” de “llegar al poder” como fin en sí mismo. Gracias a quienes se aman por el hecho de nacer en la tierra en que nacieron y sienten orgullo de su pueblo y sus luchas cotidianas, y sueñan aún con la liberación definitiva, auténtica. Puede que no lleguen ya a ver la victoria que anhelaron, pero la han abonado y nos inspiran para lograrla, algún día, sin defraudarlos.

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