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El pasado jueves, tres días antes del Día Internacional de la mujer, laOrganización Internacional del Trabajo (OIT) hacía públicas las conclusiones de su informe Brecha salarial de género y brecha salarial por maternidad: las mujeres españolas cobran un 17 % menos que los hombres por hacer el mismo trabajo y las que tienen hijos, un 5 % menos que las que no los tienen. Esta brecha salarial entre hombre y mujer asciende hasta el 19 % si hablamos de Europa y a un elevadísimo 36 % si miramos a Estados Unidos, y, según dicho informe, tardará todavía 71 años en desaparecer. Siete décadas. La mayoría de nosotros no viviremos para asistir a la igualdad absoluta.
Mitad del mundo está formado por hombres; la otra mitad son mujeres. Sin embargo, los datos de la ONU -que este 8 de marzo se detiene en el Día Internacional de la mujer- revelan que el bando femenino solo posee el 1 % de la riqueza mundial. Y, aún así, ellas pagan más que los hombres por el mismo producto. La culpable de este abismo es la denominada «tasa rosa», un impuesto invisible que grava las versiones femeninas de un mismo producto.
Cuando el pasado verano la revista Forbes publicó que las mujeres estadounidenses llegan a pagar al año 1.300 dólares más que los hombres por productos similares, el colectivo feminista francés Georgette Sand -que toma su nombre del femenino del pseudónimo que escogió la escritora Amandine Aurore Lucile Dupin para tener la oportunidad de publicar sus libros de forma seria- se sumergió en una concienzuda comparación de precios. Cuando terminó su análisis, tenía una importante y preocupante teoría que contarle al mundo: las mujeres llegan a pagar hasta un 75 % más por el mismo producto. Por el mismo cepillo de dientes, pero de color rosa. Por el mismo desodorante -de la misma marca- situado en el estante de cosméticos femeninos. Por los mismos guantes de fregar en tallas más pequeñas.
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